La aventura nepalí (4): El viaje más agotador de vuelta a las llanuras
El día del viaje de vuelta a las llanuras será uno que nunca olvidaré. La provincia de Mechi en la que se ubica Taplejung no tiene una infraestructura muy desarrollada y se nota sobre todo en el transporte. Los únicos autobuses hacia el sur salen de Taplejung muy temprano: a las cuatro y cinco, después sólo se consiguen plazas en coches todoterreno compartidos. Aly y yo nos despertamos demasiado tarde, alrededor de las siete, y sólo quedaba esa opción si queríamos llegar el mismo día a Birtamode, el nudo de transporte más importante entre Katmandú y la frontera oriental con la India. La autopista principal H01 que une el este de Nepal con el centro y el oeste recorre todo el sur del país, ya que sólo aquí la geografía permite viajes relativamente seguros y rápidos. El sur de Nepal forma parte de la región llamada Terai, que se extiende desde el río Yamuna en el oeste de la India hacia el Brahmaputra en el lejano este. De la autopista H01, llamada también “Mahendra Highway” o “East-West Highway”, se desvían múltiples carreteras hacia el norte, por lo cual casi la única manera de viajar del este hasta la capital es bajar de la montaña a las llanuras, tomar la autopista y luego subir otra vez.
Para conseguir una plaza en el todoterreno no pudimos evitar tener que negociar el precio: Al principio nos pedían mil rupias y conseguimos rebajarlo a novecientas. Estoy seguro que podíamos conseguir más rebaja pero nos conformamos con ese precio. Según el conductor íbamos a salir a las diez y media pero finalmente salimos una hora después. El viaje fue quizás el más agotador que recuerdo en toda mi vida, incluso teniendo en cuenta los viajes que solía hacer en mi época de estudiante entre Gdańsk y Rybnik en los abarrotados trenes polacos que tardaban una eternidad en cubrir los seiscientos cincuenta kilómetros que separan ambas ciudades. Esta vez en el poderoso cuatro por cuatro de la marca india Mahindra éramos dieciséis personas. Recién empezado el viaje, tuve que cambiar de sitio con otro pasajero, ya que no tenía suficiente espacio para mis piernas y estaba sentado en diagonal en una posición muy incómoda y sin poder moverme.
La falta de espacio físico no fue lo único que tuvimos que soportar. En un coche con tantas personas a bordo el espacio privado deja de existir tanto en el sentido físico como en el figurativo. Los altavoces con los bajos puestos al máximo convirtieron la música en el coche en un terremoto para el cerebro, incapaz de procesar información o generar reflexiones. Aún así, no me atreví a protestar, tal vez simplemente no quería ser el extranjero fastidioso que impone las reglas de su cultura. En ese sentido suelo estar más inhibido cuando estoy de visita en un país recién conocido y me resigno a soportar las incomodidades. De todas maneras, la música no era el único factor que contribuyó a mi malestar. A lo largo del viaje dos adolescentes, ayudantes del conductor, constantemente salían y entraban por la puerta de atrás con el coche en movimiento para sentarse en el techo. Mi asiento estaba entre los asientos de la última fila y la puerta por la que salían y entraban los chicos, y con ellos salía el calor y entraba el frío. Los demás pasajeros, salvo Aly, no mostraron su desacuerdo con las condiciones de viaje. Como aprendí después, los nepalíes están acostumbrados a desplazarse en vehículos abarrotados aguantando todo tipo de inconvenientes.
Pasamos por varios pueblos como Phidim y luego nos acercamos a Ilam, donde me planteé bajar pero, para mí sorpresa, el coche no entró en el pueblo y siguió hasta llegar a las llanuras una hora más tarde. En ese momento me resigné a aguantar el viaje hasta su meta que finalmente alcanzamos tras nueve horas de hacinamiento y tortura acústica que nos dejaron a Aly y a mí completamente exhaustos. Sacamos nuestras mochilas del baúl en el techo del vehículo e inmediatamente nos abordaron varios hombres preguntando si necesitábamos alojamiento. Aceptamos la primera oferta, ya estábamos demasiado agotados para regatear o visitar varios hoteles para elegir la mejor opción. El hotel era bastante oscuro y descuidado a dos minutos de la estación. El baño lleno de insectos y arañas no invitaba a una ducha y la habitación con telarañas en los rincones tampoco era muy agradable, pero en aquel momento nada importaba más que tener unas bien merecidas horas de sueño en una cama. Las mosquiteras en la habitación estaban hechas polvo pero su disponibilidad era un alivio.
Al día siguiente los primeros autobuses hacia la capital salían muy temprano pero Aly seguía indispuesta desde la subida al templo Pathibhara y yo necesitaba un respiro antes de emprender otro viaje largo, por lo cual decidimos permanecer en el pueblo al menos toda la mañana. Salí a desayunar solo en los alrededores de la estación de autobuses de Birtamode, ubicada en una plaza vacía y polvorienta. Los edificios de la localidad eran una mezcla de construcciones improvisadas, inacabadas y sin pintar e imitaciones baratas de arquitectura occidental, la mayoría de tres o cuatro plantas. En los aledaños de la plaza encontré mayormente hoteles y restaurantes pero no había nada que pudiera suscitar mi curiosidad. Desayuné y volví a la estación de buses a comprar el pasaje para el autobús que salía a las cinco y media de la tarde.
De esta manera llegó a su fin la primera etapa del viaje por Nepal y, a pesar del cansancio, mis expectativas seguían intactas. Quería descansar en Katmandú antes de viajar a la meca del turismo en Nepal, Pokhara, donde mi intención era adentrarme en la región del pico Annapurna (8091 metros sobre el nivel del mar). Como muchos viajeros occidentales, esperaba mucho más de la naturaleza de Nepal que de su capital, que sólo iba a ser mi base para los viajes a la montaña. Como entendí después, menospreciar Katmandú era un error que por suerte pude rectificar a tiempo y dedicarle el tiempo que merecía.
(La foto que ilustra este texto es una vista de Katmandú desde la terraza de mi hostal en Thamel)
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